↑ Caso Gerardi.Youtube
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El ascenso del General
Otto Pérez busca en las urnas tocar de veras lo que a lo largo de su carrera de oficial solo pudo acariciar. Esta es la historia en seis capítulos de un kaibil que bajó de las montañas y se encontró con un Ejército en busca de la democracia; un oficial que apoyó el final de la guerra y llegó hasta las oficinas de la Casa Presidencial; un hombre que antes de llegar a la política ya conoció el poder y la traición.
Asier Andrés aandres@elperiodico.com.gt
I. El kaibil
En el último tercio del fatídico año de 1982, Nebaj se había convertido en la vitrina en la que el jefe de Estado Efraín Ríos Montt le mostraba al mundo el éxito de la contrainsurgencia. En diciembre, el antropólogo estadounidense David Stoll llegó a la cabecera del municipio, y en su libro Entre dos fuegos lo describe así: “Los soldados ocupaban el centro del pueblo, alrededor de la iglesia católica. Cada anochecer largas líneas de patrulleros cargando viejos fusiles enfilaban hacia las montañas donde mucha población estaba escondiéndose de la represión del ejército. Unos 1,400 campesinos que se habían entregado recientemente acampaban en la pista de aterrizaje al Norte del pueblo. Allí eran visitados por misioneros norteamericanos, quienes a pesar de su admiración por el general vuelto a nacer querían estar seguros de que sus subordinados habían dejado de asesinar a no combatientes. En el pueblo, cientos de viudas hacían cola para recibir maíz. El comandante militar a cargo del pueblo reunió a los niños huérfanos en la plaza para celebrar un fiesta de Navidad”.
Otto Pérez Molina tenía 32 años, era mayor, en su uniforme estaban cosidos los distintivos de kaibil y paracaidista, y era el comandante al mando de Nebaj; aunque era conocido más por su nombre de guerra: “Tito Arias”. Pérez había llegado a este pueblo de Quiché como jefe del destacamento militar en julio de 1982 con unas órdenes muy concretas: ejecutar la fase siguiente de la estrategia contrainsurgente que desde septiembre de 1981 se implementaba en el área. “Tito” aterrizó en Nebaj sobre las cenizas de las aldeas exterminadas y en medio de un clima de terror persistente, y tuvo a su cargo lograr lo que la violencia por sí sola no había conseguido: “ganarse” a aquella población que había estado en contacto con el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP).
Desde que el 21 de enero de 1979 el EGP tomó por unas horas Nebaj, la presencia del Ejército se había hecho permanente. A partir de entonces, como explica el antropólogo británico Roddy Brett en su libro Una Guerra sin Batallas:
violencia y miedo en el Ixil y el Ixcán, se desencadenó la espiral lógica de toda guerra contrainsurgente: violencia selectiva – violencia masiva – violencia selectiva con control de la población. A Otto Pérez le tocaría enfrentarse con esta última fase.
Y la violencia se siguió ejerciendo. Los civiles que andaban escondiéndose en las montañas tras la campaña de masacres de aldeas enteras debían ser “recuperados”: trasladados a las aldeas modelo, donde abrazarían una nueva forma de vida supervisada por el Ejército. Y debían ser “recuperados”, aunque ellos no quisieran serlo, porque de lo contrario se convertían en enemigos y el Ejército les perseguiría, expone el antropólogo y sacerdote –identificado por muchos como un simpatizante del EGP– Ricardo Falla.
Una gran cantidad de los casos que ha documentado la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) en Nebaj, en la última parte de 1982, corresponde a muertes de civiles que se produjeron en misiones de “recuperación” de población.
Simultáneos a este tipo violencia, prosiguieron los asesinatos selectivos contra los que se suponía eran colaboradores del EGP. La CEH menciona un caso en el que expresamente se detalla que las víctimas pasaron por el destacamento militar de Nebaj durante el mando de Pérez. Es el Caso 3201, ocurrido el 4 de noviembre de 1982 en la comunidad Río Azul, aldea Pulay. Según documenta la CEH, soldados del destacamento de Nebaj, portando pasamontañas, llegaron al lugar acompañados de dos mujeres que colaboraban con el Ejército. Las delatoras señalaron a Jacinto Cobos y 2 personas más sin identificar, que fueron trasladadas a Nebaj. De los 3, uno de ellos fue liberado después de haber sido torturado. Los otros 2 integran el listado de detenidos desaparecidos.
De agosto a diciembre de 1982 –Pérez estuvo en Nebaj hasta marzo de 1983– la CEH recoge 17 ejecuciones extrajudiciales, 6 desapariciones forzadas y 4 masacres en las que fueron asesinadas 107 personas. Si bien estos crímenes ocurrieron en el municipio de Nebaj, la CEH no detalla si fueron cometidos por hombres del destacamento que estaba en la cabecera. En ese período de 1982, según la CEH, existían al menos otras 2 unidades militares que operaban en el área. elPeriódico le envió a Pérez un cuestionario en el que se preguntaba por esto y otros asuntos, pero al cierre de esta edición aún no había remitido una respuesta.
El exvicepresidente Eduardo Stein señala que, aunque el informe de la CEH puede contener imprecisiones –ya que está basado en testimonios orales–, es indiscutible que a inicios de la década de 1980 la sociedad llegó a cometer actos de crueldad extrema. “Pero no es responsabilidad únicamente del Ejército, aquí participaron muchos civiles que en ocasiones fueron más exigentes en la represión que los militares, y por supuesto los insurgentes, que por la naturaleza de su guerra, establecieron una relación estrecha con la población y la convirtieron en su base y apoyo aun sin armarla”, destaca Stein.
En marzo de 1983, en la despedida de “Tito”, David Stoll ya no estaba en Nebaj, pero en su libro relata que unos misioneros le contaron después cómo los vecinos lloraban por su partida. Quizá fuera que temían a la perspectiva de que su sucesor fuera, como su antecesor, alguien a quien se atribuía una actitud sanguinaria. Stoll analiza así aquellas lágrimas: el Ejército había logrado hacer predecible la violencia. La población tenía certeza de que, si obedecían, vivían.
Ricardo Falla lo explica así: “Es lo mismo que en la tortura, primero te presentan al torturador y luego al benefactor. Fusiles y frijoles es lo mismo. Son dos tipos de personas pero una sola institución”.
II. El Gramajismo
La idea de que un oficial de más experiencia se convirtiera en el mentor de otros más jóvenes formaba parte de la tradición militar, pero con el Ejército administrando el poder estatal este fenómeno se convertiría en una necesidad política. Si un oficial quería orientar el Estado hacia algún objetivo, necesitaba contar con compañeros fieles que colocar en puestos clave que le garantizarían el control del Ejército.
El general Alejandro Gramajo tuvo un proyecto: la democracia política, y tuvo también a su camarilla que garantizaría la supervivencia del proyecto. “Otto era uno de los oficiales que él protegía y estimulaba y en más de una ocasión me dijo que era muy bueno, que debía seguir adelante”, recuerda el sociólogo militar Héctor Rosada.
Cuando Gramajo ascendió, en 1987, a la cúpula del Ejército, el Ministerio de la Defensa, Pérez Molina se convirtió en el jefe de su Estado Mayor personal. Gramajo como ministro también se rodeó de otros oficiales con los que Pérez mantendría una estrecha relación: Mauricio López Bonilla, José Luis Fernández Ligorría, Mario Mérida y otros. Aquel período, como recuerda López Bonilla, sería definitivo en el nacimiento a la política del actual candidato. La democracia acababa de inventarse y Pérez Molina vivió la transición “desde el centro del poder, junto a Gramajo, que fue su arquitecto”, asegura el politólogo Francisco Beltranena. “Viajaban juntos, estaba en su gabinete, en los actos sociales, era muy enriquecedor”, describe López Bonilla.
“Este grupo de militares entendió que la guerra había terminado y su mente evolucionó hacia la etapa de posguerra, comenzaron a prepararse para el peacekeeping. No es que fueran progresistas, es que comprendieron que ya habían ganado la guerra”, expone Héctor Rosada. De la mano de Gramajo, el actual candidato se convirtió en coronel. La cúpula le esperaba.
III. La Dos
Que Pérez Molina, un oficial sin ninguna experiencia previa en Inteligencia, llegara a dirigir la D2 es aún hoy un hecho rodeado de especulaciones. Quienes hoy apoyan al candidato aseguran que el nombramiento supuso un lavado de cara para una institución tenebrosa. Sin embargo, varias fuentes coincidieron en que el nuevo D2 tuvo que tener necesariamente el beneplácito de quien era el poder real en la institución: Francisco Ortega Menaldo, ex director de La Dos y líder de una red de oficiales que había pasado su carrera en destinos de inteligencia conocida como La Cofradía.
La Dos había dejado de secuestrar y asesinar de manera rutinaria, pero como revelería el caso Bámaca – que se produjo con Pérez al frente de la institución– el combate a las unidades militares de la guerrilla se seguiría ejecutando al margen de la Constitución. La Dos había dejado atrás su función puramente represiva hacia los civiles, su nueva misión, explica Edgar Gutiérrez, era la del “control político”.
Como jefe de la Inteligencia Militar se le atribuye a Pérez haberse involucrado en un asunto espinoso: el control de las aduanas. Y es en esa actividad donde aparece la sombra del general Ortega Menaldo, al que en un cable de octubre de 1992 los Estados Unidos ya consideraban como el “poder real detrás de las aduanas”, junto con el especialista del Archivo, unidad que competía con La Dos, Alfredo Moreno.
En octubre de 1992, el cuñado de Pérez, Otto Rember Leal, que era inspector de aduanas, se convirtió en segundo al mando en la Aduana Central. Aunque en varias entrevistas Pérez ha insistido en que es injusto relacionarlo con las actividades de Leal, en un cable desclasificado de 1993 los Estados Unidos señalaban que “el ascenso de Leal se debe a la influencia de su cuñado y del general Ortega”. En otro reporte de la Embajada, fechado en 1992, se describe cómo Leal durante su trabajo se comunicaba con frecuencia con Ortega y se refería a él como “patrón”. Las trasmisiones –por medio de radio y telefonía celular– era proporcionadas –según detalla el informe– por la D2.
Los Estados Unidos, en el cable aludido, no mencionan la posibilidad de que Pérez estuviera implicado en redes de contrabando. Sin embargo, sí se señalaba a José Luis Fernández Ligorría, quien era muy cercano a Pérez –su hijo es diputado electo por el Partido Patriota– de ser el líder del robo y exportación de carros en el país.
Fernando Mendizábal, fiscal que investigaría años después la llamada Red Moreno, cuenta que la estructura que funcionó desde la década de 1980 en las aduanas “era impresionante, la organización criminal más amplia de la que se ha tenido conocimiento en el Estado”. “Toda la aduana, desde los vistas hasta los inspectores, y hasta el personal de la limpieza, recibía su cuota mensual del contrabando”, asegura Mendizábal.
A inicios de 1993, Otto Rember Leal fue destituido de su cargo. Ocurrió mientras Pérez estaba de visita en Taiwán. Si hubo pleito con Ortega Menaldo se desconoce, pero de haberlo habido quedaría opacado por lo que desencadenaría Jorge Serrano un día de mayo.
IV. El autogolpe
La noche del 24 de mayo de 1993 el presidente Serrano Elías decidió, de manera personal, que a la mañana siguiente disolvería el Congreso –supuestamente para depurarlo de los diputados corruptos– y las Cortes Suprema y de Constitucionalidad. Sería un golpe de Estado.
“El alto mando se debatió entre desobedecer a Serrano y dar un golpe de Estado u obedecerle y apoyar una ruptura constitucional, dos opciones igualmente malas. Optaron por la segunda, en parte, porque simpatizaban con el malestar del Presidente con el Congreso”, analiza un cable de junio de 1993.
El ministro de la Defensa, Domingo García Samayoa; el jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional (EMDN), Jorge Perussina; y el jefe del Estado Mayor Presidencial (EMP), Francisco Ortega, optaron por esperar la evolución de los hechos.
Sin embargo, mientras tanto, Otto Pérez, quien por medio de la Escuela de Inteligencia mantenía una relación estrecha con el sector privado, se convirtió en el enlace entre empresarios y militares. “Los sectores con los que teníamos relación se nos acercaron y nos empezaron a decir que el alto mando debía destituir al presidente”, recuerda Mario Mérida, segundo de Pérez en La Dos.
Al día siguiente del golpe –relata la académica Rachel McCleary en su libro Imponiendo la Democracia– el Cacif comprendió que ni Serrano iba a renunciar ni su vicepresidente, Gustavo Espina, estaba dispuesto a abandonar el proyecto de aquel. Esa noche, 3 miembros de la cúpula empresarial –la académica no cita nombres– se reunieron con Pérez. Según McCleary, se trató de un momento fundamental: por primera vez desde 1982 los intereses de las elites económicas y militares confluían: el sector privado y el D2 acordaron que Serrano y Espina debían caer.
La mañana del 1 de junio, Pérez convocó a sus siete oficiales más fieles a una reunión. Darían un golpe de Estado que impusiera la solución de la Instancia Nacional de Consenso –que había sido creada por el Cacif, junto con otras organizaciones de la sociedad civil–: Serrano y Espina debían renunciar; la Corte de Constitucionalidad hallaría una fórmula de sucesión. Los alzados se reunieron con el alto mando. “La discusión fue prolongada y desagradable” –escribe McCleary–, pero ocurrió algo que solamente en situaciones de violencia sucedía en el Ejército: que los subalternos se imponían a sus superiores.
O al menos así fue momentáneamente. El 2 de junio Pérez fue destituido de la D2. Se le acusaba de deslealtad, de haber ayudado al sector privado sin el consentimiento de sus superiores. Simultáneamente, según establece un cable de junio de 1993, el alto mando había llegado a un acuerdo con Espina: él gobernaría y los 3 generales –Perussina, Ortega y García Samayoa– conservarían sus cargos. Emergió, entonces, de manera evidente un factor que siempre estuvo presente en el golpe: la lucha de poder interna en el Ejército.
Pérez tuvo que esconderse con ayuda del sector privado y esperar. El 4 de junio la Instancia se volvió a reunir con el alto mando y, en esta ocasión, el subjefe del EMDN, Mario Enríquez, fue quien según McCleary adquirió una importancia decisiva, convenciendo a sus superiores de que la solución Espina no era viable. La Instancia buscó entonces al Procurador de los Derechos Humanos, Ramiro de León. El resto ya es historia.
Las preocupaciones del alto mando resultaron acertadas. Enríquez y Pérez se habían convertido en líderes del Ejército y serían recompensados. El primero se convirtió en el Ministro de la Defensa y el segundo en jefe del EMP.
V. El Poder
“Era frecuente que todos los presidentes se enamorasen de sus estados mayores y así ocurrió entre Otto y Ramiro.
Siempre estaban juntos, yo presencié cómo el EMP copó poco a poco todo el Círculo I del presidente, que es algo más que su defensa de vida, es también administrativo y logístico e incluso de ocio”, describe Héctor Rosada, quien fue delegado del gobierno de Ramiro de León en las negociaciones de paz.
Pérez se convirtió en el hombre de confianza del presidente –“fue el presidente de hecho”, asegura Edgar Gutiérrez– y también se hizo con el control de toda la Inteligencia Militar en el Estado. En El Archivo del EMP colocó a Ricardo Bustamante y su sucesor en la D2 fue su segundo, Mario Mérida.
El poder acumulado le sirvió para proteger la causa de su presidente, que inicialmente fue también la de la Instancia y el sector privado: depurar el Congreso, pero los cables desclasificados de los Estados Unidos muestran cómo la cercanía con la Presidencia también la utilizó para promover su carrera. Lo más polémico fue la reforma a la legislación militar que promovió Pérez para reducir la carrera de 33 a 30 años, y permitir que un coronel pudiera ascender a general no luego de 5 años, sino de 4. Estas 2 propuestas fueron interpretadas en la institución armada como un claro intento de beneficiarse a sí mismo y su promoción –la 73–; y, como coincidieron diferentes fuentes, creó gran malestar en el Ejército.
Durante ese período se produjo la captura en Guatemala del narcotraficante mexicano el Chapo Guzmán. A Pérez se le atribuye la decisión de entregarlo muy cerca de la frontera a las autoridades de México.
El hecho de que un militar partidario de la paz ocupara una posición tan poderosa fue un impulso importante al proceso.
El papel crucial fue el de Enríquez como ministro de la Defensa, y el de Julio Balconi como negociador, pero Héctor Rosada sostiene que Pérez se convirtió en su principal intermediario con el Presidente. “El esquema Otto, Ramiro y yo funcionó mucho en la paz. Me ayudó muchísimo”, recuerda Rosada.
En el último tercio de 1995, Pérez Molina ya había superado los 2 años que, como máximo, se mantenía un oficial en el mismo destino. Sin embargo, Ramiro de León se negaba a alejarse de Pérez. El presidente lo nombró representante en la comisión de negociación de la paz. Y, aunque en cada ronda de diálogo con la guerrilla tenía que ausentarse del país, Pérez siguió al mando del EMP.
Héctor Rosada asegura que, cuando el comandante de la ORPA Rodrigo Asturias se enteró de que Pérez participaría en las negociaciones, lo felicitó por la nueva “adquisición”.
VI. La Caída
Al asumir Julio Balconi como ministro de la Defensa de Álvaro Arzú, una de sus primeras decisiones fue allanarle el camino a la cúpula a Pérez y su generación: ordenó el retiro de todos los oficiales anteriores a la promoción 73 que no estuvieran ya en el alto mando. Además, Pérez fue inmediatamente ascendido a Inspector General del Ejército. “Estos cambios se atribuyen en gran parte a Otto Pérez. Todos asumen que durante su mandato en el EMP de alguna forma se ganó el favor del PAN”, analizaba un cable desclasificado de enero de 1996.
A continuación, Arzú aprovechó los negocios de contrabando en los que estaban, supuestamente, involucrados los líderes de La Cofradía para depurarlos del Ejército. Estalló el escándalo de la Red Moreno y fueron forzados a retiro Ortega y sus colaboradores. Pero, una vez destapado el caso, comenzaron a circular listados con otros oficiales que también podrían estar vinculados con Moreno. Y el entorno de Otto Pérez se vio salpicado.
Su posible relación con Moreno llevó al actual candidato a entrevistarse con la embajada de los Estados Unidos. La conversación fue reflejada en un cable de octubre de 1996. “Pérez es consciente de que se le vincula con Moreno porque su nombre aparece en algunas listas. Pérez reconoció que había recibido una figura cerámica como un regalo de cortesía de Moreno”, se lee en el telegrama.
A continuación, la Embajada asegura que quienes quieren inculparlo mencionan que él mismo sucedió a Ortega en el EMP y que, por lo tanto, es posible que hubiera seguido apoyando las actividades de Moreno. “Hubiera sido fácil para Pérez seguir colaborando y acumular cierta fortuna personal”, menciona la Embajada. Todas estas acusaciones de corrupción permitieron a Arzú, una vez que la paz fue firmada en diciembre de 1996, hacer tabla rasa en el Ejército. El Presidente mandó a retiro a 14 generales. Otto Pérez fue asignado a la Junta Interamericana de Defensa, una defenestración en toda regla.
“Lo malo del Ejército es que hay que pasar toda la vida aprendiendo a obedecer, sin derecho a cuestionar nunca, antes de poder mandar”, asegura Héctor Rosada. A Otto Pérez el momento de mirar desde la cumbre a todos los oficiales a sus pies nunca lo alcanzó. En 2000, con la llegada al poder, esta vez sí, de Alfonso Portillo –y con el general Ortega tras de sí–, Pérez fue puesto en “situación de disponibilidad”, no era un retiro, pero tampoco se le asignaba ninguna función en el Ejército. Él prefirió retirarse de manera voluntaria. Y pronto, siguiendo con el precepto de su mentor Alejandro Gramajo, optó por seguir la guerra, su guerra por el poder, a través de la política. Fundó el Partido Patriota y su pasado le siguió persiguiendo. Sus dos hijos sufrieron atentados que les forzaron al exilio y su esposa también fue intimidada.
Pero sus seres queridos esquivaron la muerte con la misma fortuna que él había sobrevivido a una emboscada del EGP en Nebaj en 1982, o a un grave accidente paracaidista en 1983. A Otto Pérez siempre le persiguieron las sombras; de la muerte, de la duda por crímenes cometidos, pero él, por pura suerte, inteligencia o porque nadie nunca pudo demostrar nada en su contra, siempre caminó diez metros por delante.
Héctor Rosada ha dedicado buena parte de su vida académica a estudiar y comprender a los militares –porque como explica “chafa y pachuco van a ser siempre cosas distintas”– y asegura que tras Mario Enríquez, Otto Pérez es el mejor oficial del Ejército que ha conocido. Pero eso no quiere decir que fuera una paloma rodeada de halcones. “En el Ejército, todos eran halcones, solo algunos, a veces, actuaban como palomas. Pero todos son siempre soldados. Unos malos y otros buenos”, concluye Rosada.
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Viaje al pasado
Tiene 29 años menos, barba poblada y porta un boina roja de kaibil. Y sin embargo, ese tono de voz moconorde, mientras lee un cuaderno de alfabetización del EGP, es inconfundible. Es septiembre de 1982, el mayor Otto Pérez está en el convento de Nebaj –convertido en destacamento militar– y a sus pies yacen muertos, en fila, tres campesinos. Las imágenes pertenecen a un documental finlandés llamado “Titular de Hoy: Guatemala” que sigue los pasos del periodista Allan Nairn y la fotógrafa Jean Marie Simon en un viaje que realizaron por el país en 1982. Del video se desprende que los muertos habían sido interrogados por Pérez y posteriormente asesinados. Sin embargo, Simon explica que no tiene ninguna prueba que las víctimas puedan ser achacadas al candidato presidencial. “Acabábamos de llegar a Nebaj, y vimos que había muchos soldados en los alrededores del destacamento. Nos acercamos y vimos los cadáveres. A la mañana siguiente, nos explicaron su versión de lo que había pasado: los detenidos se habían suicidado con una granada antes de ser interrogados. Entonces, se asomó Otto Pérez y nos empezó a hablar y nos mostró los cuadernos que llevaban”, expone la fotógrafa. Simon asegura que ha enviado las imágenes a varios forenses y estos le han confirmado que, aunque un diagnóstico visual solo puede ser tentativo, las heridas son más similares a las que produce una explosión que un arma de fuego. “Pero es impensable que esas personas hubieran salido con vida del destacamento. Eso nunca pasaba en esa época”, matiza Simon.
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Tuesday, November 8, 2011
Former General Wins Presidential Election in Guatemala
On November 6, Guatemala’s presidential elections ended in a close victory for retired General Otto Pérez Molina. Molina’s Patriot Party has promised an iron fist approach to security in the face of rising crime and international drug trafficking. Carrying a majority in urban and Eastern departments, Molina won 54% of the vote. With a populist discourse merging social promises with extremist stances on security and taxation, his opponent Manuel Baldizón of the LIDER party won a slight majority in the western highlands, the south coast, and his native department of Petén.
The Patriot Party administration would be the first since the 1986 transition from dictatorship to civilian government to be headed by a former military officer. In the mid 1980s Pérez Molina served as a commanding officer in the hard-hit Ixil region of the Quiché department, carrying out the Guatemalan military’s brutal counterinsurgency campaign. As director of military intelligence during the 1990s, he is implicated in torture and disappearances, including the case of Efraín Bámaca. Pérez Molina has denied allegations of participation in human rights abuses and paints himself as a reformist within the military, highlighting his role in negotiating the 1996 Peace Accords. (For more information about Pérez Molina’s history, see Annie Bird’s commentary for Rights Action, as well as “El acenso del General,” an excellent article published in Guatemala’s El Periodico newspaper.)Pérez Molina’s military career has raised strong concerns amongst civil society and human rights organizations. His administration will have the power to support or to block ongoing reforms of the justice system, the state’s collaboration with the U.N. International Commission Against Impunity in Guatemala (CICIG), and the precedent-setting human rights cases that have advanced under the leadership of Attorney General Claudia Paz y Paz. Pérez Molina has publicly stated that he does not believe the Guatemalan military is responsible for genocide.
Among Pérez Molina’s first acts as President-elect was to announce nominations for several key government ministries. Mauricio López Bonilla, a former military intelligence officer and Patriot Party campaign manager, will head the Interior Ministry, charged with implementing security policy, police reform, and counter-narcotics efforts. Alejandro Sinibaldi, failed Patriot Party candidate for mayor of Guatemala City, will serve as Minister of Transportation, Infrastructure and Housing, a strategic post in charge of lucrative state contracts. Francisco Arredondo was named for head of the Ministry of Health, which has been at the center of a bitter struggle between the Guatemalan Congress and health workers’ unions over insufficient budgets and deteriorating conditions in the public health system.
Despite having the largest block in Congress, Pérez Molina’s administration will not enjoy enough of a majority to pass legislation without seeking alliances with other parties. His administration faces a budget crisis precipitated by his party’s refusal to approve international loans destined for health, education, and the justice system, as well as climate change mitigation, and initiatives against tax evasion. In addition to his promises to improve security, Pérez Molina has expressed his support for international investment in the mining and energy sectors, which may bring his government into conflict with communities which have organized to defend indigenous territory, natural resources, and self-determination. He has also committed his government to continue popular social programs which offer basic material support to impoverished families.
Pérez Molina’s security proposals include the establishment of inter-agency task forces which will increase collaboration between police forces and the military. According to the Wall Street Journal, Pérez Molina “would welcome U.S. troops to battle drug gangs” in Guatemala. Ironically, human rights and security analysts have linked Pérez Molina and the Patriot Party to criminal organizations and military mafias. Meanwhile, the long-term involvement of members of the Guatemalan military in organized crime raises serious doubts about the institution’s role in counter-narcotics and anti-crime operations.
As powerful local movements for justice and indigenous rights continue to grow, the attention and accompaniment of the international community will be crucial during the coming four years.